Alguna vez, cuando yo era niño, me senté sobre el pasto y miré al cielo.
No era aún el cielo que ahora nombro cuando te nombro. Era el otro. El primero. El del asombro desnudo. Me senté como quien se rinde a lo eterno. Y lo miré. Lo miré con una mirada sin ideas, con los ojos nuevos de quien no sabe que mirar también es un acto de fe. Cómo cuando mi madre me hacía juntar mis manitas y juntos entonábamos la oración por el agradecimiento de un día más. Observé su inmensidad, ese azul que no era solo azul, sino una forma de silencio. Un silencio que me hablaba sin palabras, como lo hacen los sueños o los perros que son fieles y entienden todo sin necesidad de idioma.
Me maravillé, sí. Me maravillé de su textura intangible, de su imposibilidad. Me pregunté con la inocencia que más tarde el tiempo iría quitando, de a poco, como se quita una piel qué sería eso de conocer el cielo. ¿Y si pudiera tocarlo? ¿Si pudiera habitarlo como se habita una canción? ¿Y si cerraba los ojos y simplemente deseaba muy fuerte? ¿Alcanzaría con eso? O tendría que buscar afanosamente la lámpara de Aladino para poderlo corroborar.
No lo supe. No lo supe por años. Me volví mayor. Me llené de días, de rutinas, de cosas dichas sin pensar y pensamientos que nunca dije. ¡De palabras que ahora escribo! Y, aun así, por las noches, cuando la luz se ausentaba “como si también se cansara de mí”, seguía suspirando hacia ese cielo ya lejano. Le susurraba, a veces sin darme cuenta, preguntas viejas con voz nueva. ¿Qué hay que hacer para llegar allá?
¡Entonces sucediste tú!
No como un relámpago, no como una explosión, sino como una lentitud luminosa, como una verdad que se insinúa primero en los bordes, en lo casi imperceptible. Te conocí. Y no entendí nada. Y por eso lo entendí todo.
Porque un día, sin saber que estaba descubriendo la vida, ¡te besé! Y al besarte, lo supe: ese cielo de mi infancia, ese imposible azul, esa textura intangible… ¡Eras tú! Que para llegar al cielo no se necesita morir, ni alas, ni plegarias.
Basta con besarte.
Y entonces, sin dejar la tierra, levito.
Y entonces, sin decirlo, ya estoy allá.
Arriba.
Donde siempre quise estar.
¡Contigo!
Edgar Landa Hernández.